Los Oníricos y yo II
Cuando los Oníricos me visitan preparamos travesuras. Somos capaces de volar por un cielo violeta hasta llegar a un bosquecito donde jugamos escondidas en el río, entre los nenúfares y los renacuajos, los que se cuelan en mi boca y me obligan a escupirlos convertidos en ranas de esmeralda salpicadas de doradas lagrimitas solares. Hay noches, más que días, en los que me abandonan y ando por los pasillos de la escuela como zombie preguntando con la mirada si alguien los ha visto. Pero en los rostros de los otros no los encuentro, entonces la piel se me pone gris y los ojos se me enturbian. Tal vez saben que sufro porque regresan apenados y pidiendo disculpas con campos repletos de increíbles flores azules, vestidos hermosos, en lluvia de estrellas, alas diversas, cabellos de fibra óptica o con un viaje largo en tren con un joven a quien amo… Casi nunca nos hemos enojado mis Oníricos y yo, pero ha habido noches terribles en los que me han lastimado. Irritados porque en noches anteriores, debido a mi insomnio o a mis preocupaciones, no les he permitido jugar conmigo me causan sueños ilusorios, muy cercanos a la vigilia o a la quimera. Me dejan creer que todo es real y cuando más palpable parece, cuando creo realmente haber alcanzado el prodigio, los Oníricos rompen el encanto. Se convierten en cascadas de confetti, en un paseo sobre el agua fría de un lago desconocido, en palmeras sobre la nieve o en un trolebus que se desplaza a través de un desierto rojo como ladrillo donde los leones se echan a la sombra de una cruz. (Cont)